
Siempre me gustaron infinitamente más las umbrías de las montañas.
Su humedad flotante, la belleza del musgo sobre los troncos decadentes de sus árboles o su sempervivente bosque.
Me gustaba ese fluir creativo de agua y aire.
Siempre preferí esa umbría creativa al estéril solano que reseca por dentro y por fuera.
La umbría hace que la vida se repose, se calme, rebose quietud. A veces, la umbria transmite una tristeza profunda, de siglos, de caminantes perdidos.
La umbría sabe a hierba y helechos, sabe a frío en los pulmones y nenúfares que se posan besándose sobre las aguas.
La umbría quiere que nos perdamos y nos quiere abrazar, es el último refugio del sosiego, de las miles de circunstancias que nos asaetean.
¿Entiendes ahora por qué resbaló el agua sobre nuestras espaldas guerreras?
Lo entiendo...
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