Los niños han salido al parque.
Pero no juegan. Traen un semblante extraño colgando de sus caras angelicales.
Son una extraña mezcla de alegría, monótonos andares y alergias.
La motivación de víctima nace de
la pasión insensata de sus padres. Dueños y señores de su vida, su sino y su
suciedad.
Nos enseñan que el señor de las moscas atrae el barro para moldear almas. En los centros educativos se venden panegíricos y loas al pensamiento único. Hay abyectas consecuencias en los bebés de laboratorio que sudan medicinas producidas en las selvas de Indonesia.
Las orgánicas certidumbres de
estas largas tardes bursátiles caen como lozas, pesadamente, y se hacen añicos.
Prohombres de metal iridiado compran y venden en las atalayas del poder.
Centenares de hectáreas esperan
ser cosechadas por máquinas que expenden monóxido de carbono. Que convierten en
comida y aminoácidos esenciales el sudor ancestral.
Una aldea llena de belleza
agoniza entre las cuatro casas de piedra que lloran gotas de las lluvias de
marzo. El último gato domesticado se pasea señorial por sus callejas. El cartel
de desvío de la autovía colecciona óxido y viejos suspiros.
Entre los cipreses brotan plantas
que nadie ha sembrado. El fuego de mis entrañas se queda atrapado en los
recuerdos. Lo atávico se me pega al corazón. Y el viejo arado romano parece
gritarme cubierto de barro seco y polvo.
Las fuentes durmieron sus aguas.
Los vencejos caen en picado sobre los tejados musgosos. El tiempo escribe su
elegía con gritos y escupitajos.
Espesuras. Orfandades añejas que
se extienden por el páramo. Cuatro perros, un viejo y la espadaña de la
iglesia. Sin vida, con espacio.
Hay eco en las plazas y en los
regatos.
Maldita modernidad. Sin esperanza
ni ilusión.